A lo largo de la historia algunos se preguntaron cómo resolver un dilema teórico o un problema práctico, pero otros fueron un poco más allá y se preguntaron por las consecuencias de tales o cuales avances de la ciencia. Esas preguntas ponen en escena al contexto donde la ciencia se desarrolla, donde se reconoce a las personas y al medio social y ambiental que no será ajeno a los beneficios o desastres que la ciencia producirá. Y eso también es hacer ciencia: preguntarse por los posibles impactos del saber, más allá del laboratorio o la biblioteca donde se descubra o se invente algo nuevo.
Esta dimensión ética (que no es lo mismo que “moral”) se opone a una concepción histórica que hemos heredado, donde la ciencia siempre fue, es y será beneficiosa por sí misma y en todos los ámbitos. Pero debemos saber que ésto implica la suspención de nuestra reflexión, y de una evaluación sobre las propias acciones como investigadores. Cuando estudiemos una carrera no necesariamente nos enseñarán sobre su importancia, pero debemos saber que existe.
En los años 60 y 70, y en el marco de gobiernos democráticos, varios científicos e intelectuales de Argentina y Latinoamérica se preguntaron por esta dimensión de la ética de la ciencia en los países menos desarrollados. Físicos, filósofos, agrónomos, sociólogos, ingenieros, médicos, escritores, economistas, artistas… debatían sobre los impactos de la investigación local pero financiada con fondos de países desarrollados, sobre la fuga de cerebros a otras naciones, sobre la explotación de recursos naturales en nombre del avance del conocimiento… En síntesis: se preguntaron qué investigamos, cómo lo hacemos, por qué, para quiénes y con qué fines.